Autobús de ida y vuelta
Nadie ha
visto un rostro tan radiante de felicidad como el que yo solía tener al subir
al coche de línea. Y como prueba valga esta foto, aunque esté vieja y
descolorida. Ir a Quecedo era como cambiar de país. Atrás quedaban las calles
ruidosas, el ambiente gris, los juegos en el parque o en la plaza de Indautxu, el instituto, las clases,… y también el cine de
los curas en las tardes de domingo, y las largas tardes de sábado recorriendo
tiendas con mi madre, que era muy aficionada a “salir de compras”. Aterrizar en
un lugar como Valdivielso, donde no había zapaterías, ni tiendas de tejidos, ni
de “prêt-à-porter”, ni siquiera un cine parroquial, ni limitaciones de espacio
para jugar, suponía siempre una enorme liberación en un entorno fabuloso donde
yo podía, y debía, inventar mis propias actividades.
Once años
tenía yo la primera vez que fui en mayo con mis abuelos, sin tener que esperar
a mis padres, que solo iban en verano. Sabido era entonces que la cota de
libertad de un niño ascendía exponencialmente cuando aquellos padres,
amantísimos pero estrictos, delegaban su autoridad en los abuelos, pues estos,
tal vez porque ya habían tenido su propia experiencia como padres, eran mucho
más permisivos. Así pues, en aquella ocasión las perspectivas de poder ejercer
ampliamente mi libre albedrío eran excelentes, inmejorables, e iban mucho más
allá de lo habitual, al menos hasta que el resto de la familia llegara en julio
para iniciar su veraneo.
En aquel
mayo de 1964, el primer día que bajé a la calle, recién llegada al pueblo, vi
junto a la casa de la señora Felisa a una niña desconocida que podía ser de mi
edad. Me llamó la atención que llevara un vestido totalmente negro y calzara
unas zapatillas también negras. Sin perderla de vista, me puse a jugar en la
agüera, observando con el rabillo del ojo cómo se acercaba ella, subiendo
despacito la cuesta, y empezaba también a jugar, sin llegar hasta donde yo
estaba, pero haciendo lo mismo que yo. Así descubrimos que a las dos nos
gustaban el agua y el barro, y que no nos importaba que en aquellas fechas de
mayo las manos se quedaran heladas al meterlas en la agüera.
Tan nítida
como esta escena, me viene a la memoria el recuerdo de lo que pudo ser nuestro
siguiente encuentro. La niña enlutada sale de la casa de la señora Felisa con
una palangana bajo el brazo. Sin pensarlo dos veces, subo corriendo a la cocina
y le pregunto a mi abuela si hay algo para lavar. Es probable que ella me
dijera: “¡Así me gusta, hija, que se te ocurra hacer la tarea antes de que yo
te lo diga!” El caso es que bajé lanzada la cuesta con mi palangana de ropa y
mi jaboneta. Y en el lavadero, entre enjabonados y aclarados, aquella niña
desconocida y yo estuvimos charlando sin parar y nos hicimos amigas. Así es
cómo recuerdo el día en que conocí a Toñi.
Con angustia
me enteré de cuál era la causa del luto que llevaba: su madre había fallecido
recientemente. A los once años es imposible entender que una madre desaparezca.
No es justo. Tiene que estar ahí siempre. Tras el triste suceso, el padre de
Toñi había decidido llevar a su hija a Quecedo para que pasara una temporada
con su abuela, la señora Felisa. Para mí las abuelas, empezando por las mías
propias, eran unos seres maravillosos y, además, necesarios. Pero mucho más
imprescindible era una madre. Lo que le había pasado a Toñi, aparte de
entristecerme, sobre todo me indignaba. Y he de decir que ella no era una niña
triste, ni mucho menos. Era animosa, muy independiente, lista y
extraordinariamente activa. Su abuela le contaba a la mía que para las diez de
la mañana Toñi ya había limpiado toda la casa: “¡Toma ejemplo, perezosa!”. Yo
era mucho más dormilona, pero, como muy tarde, antes de las doce ya tenía mis
tareas hechas, y a Toñi esperándome en la calle para ir a jugar.
Aunque María
Antonia ya lo haya olvidado, y yo no recuerde en realidad cuál de las dos tuvo
la idea, el proyecto de construirnos una casa fue sencillamente genial. Sí, lo
habéis oído bien, queríamos construir una casita, una especie de refugio,
aunque también nos conformábamos con una chabola. Los materiales eran
únicamente piedras, palos y barro, sobre todo mucho barro. Encontramos el solar
ideal en un trocito de terreno que estaba sin cultivar, junto a Las Piñuelas y
pegando a las eras de
En cambio,
Angelines se acuerda de cosas que yo ya he olvidado. ¡Qué dispares son a veces
los recuerdos en unas personas y en otras! La hija de Ángel y Herminia, que
entonces vivía en la casa de al lado, y ahora vive mucho más lejos, me habló
hace poco de algo que sin duda es cierto, porque ella lo recuerda, pero que a
mí se me ha borrado completamente de la memoria. Va de juguetes. Cuando yo
marchaba a Quecedo, llevaba siempre conmigo alguna muñeca de las muchas que
tenía en Bilbao. En aquel entonces, y en una sociedad rural que, a diferencia
de la urbana, no era nada consumista, la gente del pueblo rara vez compraba
juguetes para sus niños, por lo que mis muñecas causaban siempre sensación, lo
mismo que los coches o los balones que llevaba mi hermano. Según dice
Angelines, una vez le prometí que al año siguiente llevaría otra muñeca para
regalársela a ella. Cuenta mi antigua vecinita que se pasó todo el año con
dudas y pensando que para el verano se me habría olvidado ya lo que le había
prometido. Pero, al parecer, yo no era entonces tan desmemoriada como ahora y
por fortuna sí cumplí lo convenido.
¡Qué
historia! Alguien podría pensar que aquel gesto me colocaba una aureola de niña
angelical. Pues de eso, nada. He pensado siempre, o al menos a partir de cierta
edad, que los niños veraneantes éramos, sin querer, unos auténticos demonios
que emponzoñaban la vida sencilla de los niños del pueblo. Recuerdo que hace ya
unos cuantos años, en unos momentos bastante trágicos para mí, me encontré de
nuevo con la querida Mª Jesús, la hija de Victorina y
Gaspar, a la que no había visto durante muchos años. Entre las primeras cosas
de las que hablamos, surgió su recuerdo de cuando ella iba a mi casa de Quecedo
para ver las muñecas que yo solía llevar, e incluso me describió una que ella,
cuarenta años después, aún no había olvidado. A menudo me he preguntado en qué
medida habremos contribuido nosotros, los veraneantes, a aquel delirio de
emigración masiva, al rechazo casi unánime de la vida del campo, en definitiva,
al vaciamiento de los pueblos del valle. Y es que los veraneantes, sobre todo
los niños, poníamos ante los ojos de los que vivían allí un modelo de vida
radicalmente distinto del suyo. Con nuestros juguetes, nuestra ropa, nuestro
ocio de vacaciones, nuestro modo de hablar y las cosas que les contábamos,
desplegábamos ante ellos las delicias del paraíso, mientras que,
paradójicamente, nosotros disfrutábamos allí de una arcadia que añorábamos
durante el resto del año. ¿Cómo pueden los humanos ser tan torpes que muchas
veces buscan un mundo feliz y al mismo tiempo lo destruyen?
Por cierto,
bajándome un poco de este pedestal filosófico al que, sin querer, me he subido,
tengo que rematar la paradoja confesando que aquellos modelitos envidiables que
algunas veraneantes lucíamos los domingos para ir a misa, eran creaciones
magistrales de una modista quecedana de pura cepa. Me
refiero a Lucía, la hija de Juanillo y Laura, que un día emigró a Bilbao para
dedicar todo su arte y toda su destreza al manejo de las tijeras y la aguja.
En aquellos
tiempos, antes de comprar la tela para encargar una prenda de vestir,
visitábamos a la modista para elegir el
modelo mirando revistas de moda. Pero Lucía sabía siempre lo que convenía
cambiar, aunque el diseño escogido fuera de alta costura: “Aquí ponemos una
pinza,… y la manga mejor que sea ranglan,… y un cuello vuelto cortado al biés,… y la falda más sesgada…”. Recuerdo que luego, en la
primera prueba y con la prenda ya montada, Lucía me hacía dar unas vueltas
delante del espejo, mientras ella también se movía para mirarla desde distintos
ángulos. A continuación, ágil y rápida, empezaba a colocar alfileres aquí y
allá, ajustando esto y aquello, o deshacía un hilván y se ponía a recortar la
tela con las tijeras, y no paraba hasta que la prenda quedaba perfectamente
esculpida, pues Lucía sabía conseguir esa gracia máxima que tiene la ropa
cuando realza las virtudes y disimula los defectos del cuerpo que la va a
lucir. Como buena modista que era, Lucía nunca terminaba una prenda sin hacer al
menos dos pruebas y hasta quedar convencida de que su creación no se podía
mejorar. Además, también era una experta haciendo arreglos para que la ropa
usada pareciera nueva, o dando la vuelta a viejos abrigos o chaquetas, cosa que
se hacía con frecuencia en aquellos tiempos de relativa austeridad.
Supongo que
Lucía trabajaría con especial satisfacción cuando nos hacía los vestidos de
verano, pues sabía que los iban a ver todos sus paisanos de Quecedo. En este
caso el arte de Lucía se convertía en una muestra del inmenso potencial humano
que salió del valle a lo largo de aquellos años, y en un símbolo de lo poco que
iba a regresar a él. En el autobús viajábamos todos al valle con billete de ida
y vuelta. Y solo la ida era alegre. La vuelta se hacía siempre con pena.
Mertxe García Garmilla